«El cohete está formado por varias etapas, que se queman sucesivamente hasta situar en órbita la cápsula tripulada. Una sensación de ingravidez se apodera del atrevido viajero del espacio cuando llega a la zona neutra situada entre la Tierra y la Luna, pero más cerca de ésta que de la Tierra».
Con esta sorprendente observación, Cyrano de Bergerac inicia su Viaje a la Luna, utilizando un medio de propulsión que hubiera hecho palidecer de envidia a los primeros constructores de naves espaciales, y describiendo la gravitación setenta años antes de que Newton formulara sus famosas leyes de gravitación universal.
Pero pasemos a estudiar con más detalle estas insólitas revelaciones. Después de referir el fracaso de los diversos procedimientos más o menos risibles para llegar a la Luna, Cyrano describe minuciosamente aquel que le sirvió para viajar realmente hasta nuestro satélite natural. Y este medio, como hemos citado anteriormente, es el cohete. Pero no un cohete cualquiera. Cyrano describe textualmente un cohete de tres etapas que al parecer le habían robado en algún lugar de Canadá.
«Busqué durante mucho tiempo a mi máquina, pero finalmente la encontré en el centro de la plaza de Quebec, cuando se disponían a quemarla. El dolor de hallar la obra salida de mis manos en tan gran peligro me causó tal arrebato que eché a correr para sujetar el brazo del soldado que atizaba el fuego. Le arranqué la mecha y me lancé furioso hacia mi máquina para desconectar el artilugio que la rodeaba. Pero llegué demasiado tarde, pues apenas puse los pies en ella, me vi elevado hacia las nubes. El horror que se apoderó de mí trastornó hasta tal punto las facultades de mi espíritu, que después no recordé bien todo cuanto me había ocurrido en aquel instante. Pues mientras las llamas devoraban una hilera de cohetes, dispuestos de seis en seis, mediante un cebo que bordeaba cada media docena, otra etapa se encendía, y después otra, de manera que el satélite, al encenderse, alejaba el peligro al acrecerlo.»
Es evidente que el aparato de Cyrano estaba formado por tres etapas de seis cohetes cada una, que se encendían sucesivamente. Una descripción exacta de los grandes cohetes múltiples actuales, y en particular, del cohete americano «Saturno», concebido precisamente por Von Braun, un entusiasta lector de Cyrano.
Pero esto no es todo. Ya hemos visto que Cyrano describe la aceleración resultante del encendido sucesivo de las series de cohetes. Pero la máquina impulsora, una vez agotado su combustible, «cae hacia la Tierra».
Exactamente lo que ocurre con las diversas etapas de un cohete múltiple actual. Y para aclarar las dudas de algunos escépticos, que no admitían que Cyrano hubiese podido salir indemne de la aventura, el osado aventurero añade: «El artificio estaba sujeto al exterior, y su calor, por consiguiente, no podía incomodarme. Y debéis saber que, así que el salitre se consumió, como la impetuosa ascensión de los cohetes ya no sostenía a la máquina, ésta cayó a tierra. Yo la vi caer, y cuando pensaba precipitarme con ella, me quedé sorprendido al sentir que subía hacia la Luna».
Para Aimé Michel, este segundo relato no sólo confirma el primero, sino que aporta una nueva previsión de acuerdo con la realidad del siglo XX: la independencia de la cápsula respecto a los cohetes portadores.
Y agrega: «Aquí tenemos, pues, a nuestro «astronauta estilo Luis XII ascendiendo hacia la Luna después de la separación del cohete portador».
La continuación del relato de Cyrano no es menos sorprendente:
«Después de recorrer, según el cálculo que hice posteriormente, bastante más de los tres cuartos del camino que separan a la Tierra de la Luna, me vi de pronto caer con los pies hacia arriba sin haber sido derribado de ningún modo…»
Hasta cierto punto situado más cerca Luna que de la Tierra, Cyrano tuvo la impresión de subir. Pero de pronto, y sin volcar, tuvo la de caer, pero esta vez hacia la Luna. Las nociones de alto y bajo se invirtieron súbitamente. ¿Por qué?
Newton lo explicó con precisión…, en 1683, es decir, medio siglo después de Cyrano: «Entre la Tierra y la Luna existe un punto de gravedad cero, donde el sentido de la misma se invierte…», hecho aprovechado también por Julio Verne en su novela De la Tierra a la Luna...
«Esto me hizo imaginar que bajaba (caía) hacia la Luna. Y me reafirmé en esta opinión al acordarme de que no había empezado a caer más que después de haber recorrido las tres cuartas partes del camino. Pues al ser esta masa menor que la nuestra, decía para mis adentros, es necesario que su actividad tenga también menor extensión y que, por consiguiente, yo haya sentido más tarde la fuerza de su centro.»
¿Y qué dirá Newton más tarde? Que la atracción es proporcional al producto de las masas y que el vector de su fuerza pasa por los centros de gravedad. Pero aún tardará medio siglo en enunciar esta ley. Y además, como observa atinadamente Michel, Cyrano no es un hombre de ciencia, sino un novelista, un poeta. Su afirmación no procede de cálculo, como en el caso de Newton. ¿Pero entonces, de dónde procede? El mismo no tarda en explicar con toda claridad de dónde proceden estos secretos de una ciencia que no existía en su época, explicación que no hace más que plantear nuevos enigmas.
El viaje espacial de Cyrano termina felizmente en la Luna, o en un mundo extraterrestre, que nos describe con detalle y en el que encuentra a unos seres dotados de una inteligencia superior y una técnica avanzada, trabando especial amistad con uno de estos seres, al que él llama un demonio, pero no en el sentido cristiano medieval del término, sino en el sentido griego de daimon. Precisamente su amigo afirmó a Cyrano que había habitado en Grecia, donde fue el propio daimon de Sócrates, y, tras la muerte de este filósofo, gobernó e instruyó a Epaminondas en Tebas y luego pasó a Roma, donde su espíritu de justicia le hizo partidario del joven Catón, para ayudar a Bruto cuando aquél murió, retirándose por último, con sus compañeros, a aquel solitario mundo extraterrestre, pues «el pueblo de nuestra Tierra se hizo tan estúpido y grosero que mis compañeros y yo perdimos todo el placer que antes sentíamos en instruirlo».
Su amigo el daimon le hizo un día un regalo muy curioso: dos «libros» que dan mucho que pensar, pues no eran propiamente libros, sino «cajas». Lo que el sorprendido lector leerá a continuación, es más o menos la descripción que hubiera podido hacer un hombre del siglo XVII de una radio de transistores si caso imposible uno de estos aparatos modernos hubiese caído en sus manos:
«Al abrir la caja encontré un no sé qué de metal muy parecido a nuestros relojes, lleno de no sé cuántos pequeños resortes y máquinas imperceptibles. Es un libro, en verdad, pero un libro milagroso que no tiene hojas ni letras; es un libro, en fin, en el que para aprender, los ojos son inútiles: únicamente nos hacen falta los oídos. Así, cuando alguien quiere leer, arma esta máquina, con una gran cantidad de pequeños nervios, después hace girar la aguja sobre el capítulo que desea escuchar (hoy diríamos «la emisora»), y al mismo tiempo salen de la máquina, como de la boca de un hombre o de un instrumento de música, todos los sonidos claros y distintos.»
El enigma es completamente incomprensible. La alusión a los «pequeños nervios», que Michel pasa por alto, aún hace pensar más en la maraña de finos hilos y cables, tan propios de la electrónica moderna miniaturizada. La alternativa es muy sencilla: o bien Cyrano ha visto con sus propios ojos un aparato de radio, o bien lo ha imaginado. En el primer caso, casi hay que admitir un milagro. En el segundo, el milagro aún sería mayor. Era lícito, ciertamente, imaginar máquinas parlantes en la época de Cyrano, de Rabelais o incluso de Arquímedes. ¿Pero qué motivos tuvo Cyrano para suponer que, si tales máquinas llegasen a existir un día, tendrían forma de cajas brillantes, llenas de pequeños mecanismos yde cables, con una aguja que permitiría escoger el programa deseado, hablado o musical? Misterio.
«Pero además, muchos otros testimonios de la misma época dan aún mayor fuerza al misterio» añade Aimé Michel. En 1614 apareció un libro singular titulado Fama Fratemitatis Rosae Crucis, que refiere la fundación de la Orden de los Rosacruz por el alemán Crhistian Rosenkreutz, personaje probablemente legendario.
¿Qué eran y qué son aún los Rosacruz? Unos hombres reunidos en el seno de una sociedad secreta por determinada concepción del Universo, fundamentada esencialmente en la fe en la ciencia, en la convicción de que no hay misterios en la naturaleza, de que el espíritu del hombre resolverá todos los problemas y que los progresos de la técnica y la moral alcanzarán un desarrollo infinito.
Todas estas ideas son precisamente las que Cyrano expone y repite sin cesar en sus obras y que nos llevan a pensar que él mismo fuera un hermano Rosacruz, como también quizá lo fueron Gassendi y Descartes. Esto tiene una importancia capital y vamos a ver por qué.
En la Fama encontramos el relato del descubrimiento de la tumba de Rosenkreutz por sus discípulos. Y esta tumba contenía, afirma el libro, toda clase de objetos extraños, entre los que había lámparas perpetuas (que también aparecen en el viaje nocturno de Mahoma y en el Viaje a Laputa de Swift, y que Cyrano menciona también durante su «estancia» en la Luna) y una máquina parlante. Pero lo más curioso, es que su amigo el daimon le asegura haber estado en contacto con los Rosacruz, y haberles confiado numerosos secretos científicos y técnicos.
Pero esto aún no es todo. La «máquina parlante» de Cyrano y de los Rosacruz está atestiguada además por otro testigo… ¡y qué testigo! Nada menos que el ilustre y respetado san Vicente de Paúl, el espíritu más escrupuloso, más desinteresado y más noble de aquella época turbulenta. La mayoría de sus hagiógrafos apenas se detienen en una época oscura de la vida del santo, situada entre 1605 y 1607. El joven Vicente, que contaba entonces veinticinco años, desaparece completamente sin dejar rastro durante aquellos dos años. Al reaparecer, dijo que había sido hecho prisionero en alta mar por un pirata berberisco, que lo vendió como esclavo en Túnez a un viejo alquimista musulmán, que lo empleó para manejar el fuelle del horno.
Dicho alquimista, muy experto en el Ars Magna, sabía fabricar máquinas parlantes, y comunicó este saber a su esclavo. ¿Se trata de una fábula? No lo parece, ciertamente, pues a su regreso a Francia, Vicente construyó con sus propias manos una de esta máquinas, que regaló al obispo de Aviñón, el cual le mostró al Papa y a los cardenales. Ni el obispo ni Vicente divulgaron el secreto de esta máquina, que exhibían sin permitir que nadie examinase su funcionamiento interior.
Y se pregunta Michel: ¿Tuvo relaciones Vicente con los rosacrucianos? ¿Asistió durante aquellos dos años a su escuela secreta? Es lícito preguntárselo, teniendo en cuenta que su pretendido cautiverio en Túnez tiene toda la apariencia de ser una piadosa fábula. El relato que Vicente nos ofrece de su cutiverio, en efecto, no es más que un puro plagio de un episodio del Quijote, que por aquel entonces acababa de publicarse en Francia. Tenemos la impresión de que Vicente buscó en un libro extranjero, todavía poco conocido en su tierra, una explicación capaz de atajar cualquier pregunta acerca de la desaparición, posiblemente con una misión secreta ordenada por sus superiores.
Todo parece demostrar, pues, que Cyrano de Bergerac tuvo a su disposición unos conocimientos que se anticipaban en varios siglos a su época. Estos conocimientos los poseían también los rosacrucianos. Además, se hallan parcialrnente atestiguados por uno de sus temporáneos más dignos de respeto, san Vicente de Paúl, el cual no pudo por menos de conocer la existencia de la Rosa Cruz y quizá se benefició de sus enseñanzas. Todo esto nos lleva a plantearnos la última pregunta: ¿De dónde procedían los secretos de Cyrano y los Rosacruz? Como hemos dicho, el propio Cyrano responde a esta pregunta y de la manera más clara, cuando el daimon de Sócrates (el extraterrestre que conoció la Luna) habla por su boca y dice:
«Un día me aparecí a Cardan mientras él estudiaba; lo instruí en gran cantidad de cosas, y, en recompensa, me prometió que daría testimonio ante la posterioridad de quién poseía los milagros que iba a escribir. Vi también a Agripa, al abate Tritheim, al doctor Fausto, La Brosse, a César de Nostradamus y a cierta cabila de jóvenes que el vulgo conoce bajo el nombre de «Caballero de la Rosa Cruz», a quienes enseñé muchos ardides y secretos naturales, que sin duda los habrán hecho pasar por grandes magos.»
Este es el secreto de Cyrano: sus conocimientos de presunto origen extraterrestre. No cabe duda de que la historia oculta misterios que la razón aún no ha podido descifrar.